El diagnóstico resultó ser “paciente con anorexia nerviosa”. Para ella, su enfermedad le permitía suspender el proceso traumático de convertirse en mujer, “porque cuando dejas de comer, cuando reduces 600, 400 ó 200 calorías al día, tus períodos se detienen, tus tetas y caderas y los pedacitos temblorosos desaparecen, y regresas a un estado prepúber artificial, con los cambios de humor, obsesiones musicales extrañas y el impulso irresistible de robar moñas en el supermercado”.
El día en que fue internada miró a su alrededor y encontró que, como ella, los demás tenían marcas de autolesiones en la piel. Pensó entonces que los cortes parecían códigos de barra ocultos bajo las mangas, en las piernas y en el vientre.
Para ella estaba claro que las otras chicas morían de hambre hasta el colapso solo porque querían parecer bonitas. Ella, mientras tanto, creía tener “razones intelectuales perfectamente racionales” para hacer lo mismo.
“Nunca vamos a ser amigas. No tenemos nada en común”, se dijo a sí misma.
Esta opinión duró apenas 18 horas, hasta que en la primera comida de la madrugada, cuando todos los internos se amontonaban en los sillones baratos del hospital para tragarse a la fuerza dos galletas, una mujer 10 años mayor que ella le puso el brazo alrededor de sus hombros esqueléticos y le susurró: “está bien, puedes hacerlo”.
En ese instante Laurie tomó la galleta y algo cambió. Durante los meses de confinamiento, “las chicas” se hicieron sus grandes amigas, revelándole algo que jamás pensaría: “que las niñas bonitas que juegan con el patriarcado y las niñas feas a las que nunca nos pidieron en un baile de la escuela sufrimos de la misma manera”.
Laurie Penny, “periodista, activista, feminista, nerd, habitante red y de un sótano lleno de arañas en Londres” acaba de publicar ‘Cosas indecibles’, un controvertido relato de amor, sexo, mentiras y revolución enmarcado en su propio calvario con la anorexia.
El primer capítulo, espontáneo y repleto de ironías contra el capitalismo, aparece en el diario inglés The Guardian. Desde Colombia se lee como la historia de una mujer que se cuestiona qué tanto influye la política, la desigualdad y el machismo en el cuerpo de una adolescente y en su -¿justificada?- decisión de vivir con hambre.
La culpa es del consumismo
Laurie Penny comienza su narración explicando que el diagnóstico de los desórdenes alimenticios y autolesiones crónicas se ha multiplicado en la última década, especialmente entre las niñas, “los maricones jóvenes” y cualquiera que se encuentra bajo presión extra para encajar.
En Colombia no hay claridad sobre cuál es la tendencia. El país no tiene estadísticas al respecto, pues los trastornos de la alimentación no son considerados de impacto en la salud pública, y por lo tanto no se les hace seguimiento oficial.
Aun así, se estima que las cifras de prevalencia superan las estadísticas de países desarrollados como Italia, Noruega y Canadá. Según investigaciones del Departamento de Psiquiatría de la Universidad de Antioquia (las últimas fueron en 2011), en Colombia la tasa sería del 38 por ciento.
Para Penny, en su país y en el mundo, la culpa la tiene el consumismo. A las mujeres, dice, les hacen pensar que no necesitan de los alimentos, y que solo deben consumir lo que las hace más consumibles: desde el lápiz labial hasta los seguros de vida, y en general cosas “para ser masticadas, tragadas y trituradas por una máquina que quiere nuestro trabajo, nuestro dinero y nuestra sexualidad”.
Según María Cecilia Vallejo, sicóloga y directora de Ámate, institución que presta ayuda para el diagnóstico, rehabilitación e investigación en pacientes con trastornos de la conducta alimentaria, a los factores hereditarios y emocionales se suman la presión social y la imposición de lo que se considera bello o exitoso.
Al respecto, Laurie Penny menciona en su libro un informe reciente de la revista Journal of Applied Psychology, el cual revela que durante los últimos años el éxito laboral de las mujeres en Estados Unidos y Alemania fue proporcional a una reducción en su peso, por debajo de la medida saludable. Por el contrario, el aumento de kilogramos es un indicador del triunfo financiero para los hombres, hasta el punto de la obesidad extrema.
Pese a la rigurosidad del estudio, sería imposible decir de forma concluyente que las mujeres pierden peso porque sus salarios aumentan, o que sus salarios suben porque perdieron peso. Sin embargo, para Penny hay dos cosas ciertas: “que en Europa y en los EE.UU., el miedo a la carne femenina es el miedo al poder femenino, y que en la sociedad occidental en general el odio orquestado por los cuerpos de mujer de tamaño normal es profundamente político”.
Así las cosas, continúa, desde las salas de juntas hasta las calles, no es de extrañar que las mujeres estén “muriendo de hambre” si su ansiedad por mantener una masa corporal lo más baja posible se basa en temores legítimos de que van a ser castigadas por intentar entrar en el espacio patriarcal.
Peor aún, las dificultades para acceder a un diagnóstico oportuno agravan la situación de las mujeres con trastornos alimenticios. Según relata Penny desde su experiencia, estos trastornos son más fáciles de mantener en secreto que la mayoría de enfermedades mentales, especialmente en una cultura visual acostumbrada a las imágenes de las jóvenes muy desnutridas.
Sin embargo, explica Vallejo, llega un momento en que la anorexia ya no se puede ocultar: “el estado avanzado de desnutrición te cambia la manera de ver la vida, de afrontar los problemas, te vuelve nada emocionalmente. Luego, empiezas con desmayos, la piel se quema, te marchitas y las uñas ya no crecen”.
Los estragos sobre el cerebro y el cuerpo son aterradores. En ‘Cosas indecibles’ la autora cuenta cómo los enfermos recurren a todo tipo de métodos peligrosos y grotescos para controlar su peso: desde el derramamiento de sangre, el abuso de drogas y las rutinas de ejercicio frenético, hasta el vómito y la ingesta de ácido que hacen que los dientes se pudran. “No es bonito”, dice la periodista y activista. “Es el feo secretico detrás de la gran cultura de la belleza moderna”, añade.
Sacrificar para sobrevivir
Un trastorno de conducta alimentaria sin tratar puede durar toda la vida. Dependiendo de la moda, la edad o las circunstancias, el paciente puede manifestar anorexia, bulimia u obesidad en diferentes ciclos.
Lo cierto es que, según María Cecilia Vallejo, entre un 30 y un 50 por ciento salen adelante con un tratamiento multidisciplinario de dos años, en el que participen la familia, los amigos, sicólogos, nutricionistas y médicos.
Laurie Penny, por ejemplo, llegó a un punto en el que tuvo que decidir lo que iba a sacrificar para sobrevivir.
Fue hace años, lo suficiente como para haber olvidado en qué momento tuvo valor para arrastrar los pies a la cocina médica y, por primera vez, comer tostadas sin luchar contra sí misma. De aquel momento solo recuerda el sonido del pan crujiente contra sus dientes, y el temor de que si dejaba que su hambre se perdiera nunca más volvería a comer.
Finalmente estaba lista para una vida sana, así que salió del hospital, agitó un adiós a “las chicas” desde la ventana de un taxi y a los 17 años emprendió la “aterradora” aventura de no ser una mujer perfecta, de no vivir con una sonrisa pintada “en un mundo feliz donde ser poderoso es tener zapatos caros”.
Eso, dice, ha hecho que la llamen “perra egoísta, loca, puta, rebelde, degenerada, agitadora, buscapleitos”, y a veces, “feminista”.
Mariana Escobar Roldán
REDACCIÓN EL TIEMPO
marrol@eltiempo.com
Tomado de eltiempo.com
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