Tomado de Semana
El 28 de junio de 1914, una mañana luminosa de verano recibía en Sarajevo, la capital de Bosnia, al archiduque Francisco Fernando, heredero del trono del Imperio austro-húngaro y su esposa la condesa Sofía Chotek. El ilustre visitante era sobrino del emperador Francisco José, y por virtud de la muerte prematura de los dos hijos de este, se había convertido en heredero del trono.
Visitaba la ciudad a pesar de las advertencias de sus allegados, pues Bosnia, recién anexada al imperio del Águila Bicéfala, era un foco de activistas que aspiraban a integrar ese territorio con el proyecto nacionalista de la gran Serbia. Lo que sucedió en el curso de menos de dos horas cambió el rumbo de la historia, pues encendió la mecha de la mayor conflagración que la humanidad hubiera conocido hasta entonces. Al final de esos cuatro años de horror, el mapa político había cambiado radicalmente, un orden social centenario había desaparecido y al menos cuatro grandes imperios se habían esfumado. Nada sería igual después de lo que llegó a conocerse como la Primera Guerra Mundial. Cuando terminó habían quedado sentadas las bases del orden mundial que rige hasta la época actual.
INFORME ESPECIAL: El próximo sábado se cumplen 100 años del asesinato del archiduque Francisco Fernando, la chispa que encendió la Primera Guerra Mundial.
El 28 de junio de 1914, una mañana luminosa de verano recibía en Sarajevo, la capital de Bosnia, al archiduque Francisco Fernando, heredero del trono del Imperio austro-húngaro y su esposa la condesa Sofía Chotek. El ilustre visitante era sobrino del emperador Francisco José, y por virtud de la muerte prematura de los dos hijos de este, se había convertido en heredero del trono.
Visitaba la ciudad a pesar de las advertencias de sus allegados, pues Bosnia, recién anexada al imperio del Águila Bicéfala, era un foco de activistas que aspiraban a integrar ese territorio con el proyecto nacionalista de la gran Serbia. Lo que sucedió en el curso de menos de dos horas cambió el rumbo de la historia, pues encendió la mecha de la mayor conflagración que la humanidad hubiera conocido hasta entonces. Al final de esos cuatro años de horror, el mapa político había cambiado radicalmente, un orden social centenario había desaparecido y al menos cuatro grandes imperios se habían esfumado. Nada sería igual después de lo que llegó a conocerse como la Primera Guerra Mundial. Cuando terminó habían quedado sentadas las bases del orden mundial que rige hasta la época actual.
Los
amigos de Francisco Fernando tenían razón. Al archiduque lo esperaban
varios terroristas dispuestos a entregar su vida por matarlo. Uno de
ellos, de 23 años, era Gavrilo Princip, miembro de la organización
clandestina Joven Bosnia. Esta era la rama local de la Mano Negra, grupo
extremista que buscaba unificar, bajo la hegemonía serbia, a todos los
eslavos del sur. Esa mañana todo salió mal. Uno de los cómplices de
Princip lanzó una bomba al paso de la caravana de automóviles, pero
apenas logró herir a algunos transeúntes. Tras varios malentendidos
fácilmente evitables, el descapotable del archiduque se detuvo en una
calle secundaria donde Princip se encontraba por casualidad, convencido
de que el atentado había fracasado. Sin pensarlo dos veces, el asesino
saltó al estribo y disparó sobre la pareja.
El
emperador Francisco José exigió a las autoridades serbias permitir que
agentes austro-húngaros se encargaran de investigar y resolver el
asesinato. Ante la obvia negativa de aquellas, pues aceptarlo habría
sido entregar la soberanía de su país, el viejo monarca declaró la
guerra a Serbia un mes después de los hechos, con el apoyo tácito del
káiser alemán Guillermo II. De ahí en adelante todo fue vertiginoso. La
telaraña de tratados de defensa mutua existente desde décadas atrás
entre las potencias europeas precipitó el resultado. Rusia, el Reino
Unido y Francia estaban cobijadas por la Triple Entente, mientras el
Imperio Alemán, el Imperio Austro-húngaro, Italia y posteriormente el
Imperio otomano estaban unidos por la Triple Alianza.
Ante
esos antecedentes, Rusia salió en defensa de su aliada, la también
eslava Serbia y movilizó sus tropas. Guillermo II consideró esa decisión
un casus belli y le declaró la guerra a Rusia. Acto seguido declaró la
guerra a Francia e invadió a la neutral Bélgica, para evitar las
fortificaciones francesas y atacar a ese país por el flanco occidental.
En ese punto Gran Bretaña no tuvo más remedio que intervenir pues no
solamente pertenecía a la Triple Entente, sino que tenía un tratado
bilateral de defensa con Bélgica. Con el paso de los meses, el
enfrentamiento militar a escala europea se convirtió en una guerra
mundial que involucró a 40 países. La coalición de las Potencias
Centrales, integrada por Austria-Hungría, Alemania y el Imperio Otomano,
junto con Bulgaria, se enfrentaron a los llamados aliados, los imperios
británico y ruso, Estados Unidos (desde 1917), Francia, Canadá e
Italia, que había cambiado de bando.
Un mundo cambiante
Al
terminar el siglo XIX el Imperio británico ejercía una fuerte hegemonía
mundial. Su armada dominaba los mares y su amplia presencia colonial le
aseguraba materias primas y mercados alrededor del planeta. Aparte de
ello, las islas británicas tenían una amplia delantera en el desarrollo
industrial y tecnológico.
Por otro lado, desde
la segunda mitad del siglo XIX hacía carrera el nacionalismo como nueva
forma de doctrina político-social. Movimientos en ese sentido lograban
grandes avances y surgían países nuevos en territorios dominados por
antiguos principados y ducados. De ese modo, por ejemplo, después de la
guerra franco-prusiana de 1870, se consolidaba la unidad de Alemania,
mientras en la península itálica comenzaba a forjarse la idea de un país
unitario. Dentro de esa tendencia, los territorios de los balcanes, que
habían quedado libres de la presencia del viejo y débil Imperio
otomano, (“el enfermo de Europa”) eran mirados con codicia por las
grandes potencias. A su vez estas, Grecia, Bulgaria, Rumania, Serbia,
Montenegro y Albania aspiraban a consolidar territorios que consideraban
históricos, muchas veces a costa de sus vecinos. En particular el
Imperio ruso, vinculado por lazos culturales y de sangre con los eslavos
del sur, aspiraba a expandir su influencia hasta el Mediterráneo. En
ese camino chocaba con un proyecto semejante del Imperio austro-húngaro,
que ya había hecho avances en la región.
Todo
ello se daba en momentos en que imperaban entre los gobernantes
europeos varios criterios que resultarían particularmente perniciosos.
Uno era el llamado ‘darwinismo social’, que implicaba aplicar a los
pueblos los principios recién descritos por el naturalista Charles
Darwin, resumidos en la supervivencia del más fuerte.
Con
esa idea, las relaciones internacionales adquirían una dimensión
militarista agravada por otro concepto funesto en su aplicación extrema,
el honor nacional, en manos de dirigentes que claramente no estaban a
la altura del momento histórico que atravesaban. El káiser Guillermo II,
por ejemplo, era conocido por su frivolidad y sus ataques
temperamentales, mientras su contraparte rusa, el zar Nicolás II era
famoso por su mediocridad. Dirigentes como esos estaban rodeados
además, en todos los bandos, por funcionarios poco capaces y un
estamento castrense que aprovechaba la preeminencia de los ejércitos en
esas sociedades para impulsar la opción bélica.
Por
último, la supremacía científica y económica de los europeos, sumada al
creciente descubrimiento de territorios hasta entonces desconocidos
alrededor del mundo, era el terreno abonado para el surgimiento de un
criterio según el cual el viejo mundo tenía la misión universal de
‘civilizar’ a los pueblos de la periferia, con lo cual nació el
colonialismo. Este, combinado con todo lo anterior, llevó a que las
potencias europeas compitieran por su presencia en Asia y África como un
punto de prestigio nacional.
En esas
condiciones, Alemania aspiraba superar al Imperio británico a medida que
su capacidad industrial y su fuerza económica iban tomando importancia.
Francia, por su parte, tenía clavada la espina de su derrota en la
guerra de 1870 cuando el canciller alemán Otto von Bismarck había
proclamado la unidad alemana en el propio Palacio de Versalles, una
afrenta particularmente dolorosa. Todas esas tensiones habían dado
lugar, a partir de la década de 1880 a la existencia de múltiples
tratados de defensa mutua que resultaron cruciales a la hora de
establecer las líneas del conflicto. Y además a una carrera
armamentística que hizo que la época fuera conocida como la paz armada.
En particular Alemania hizo grandes inversiones en sus fuerzas navales
con el objeto de hacerles contrapeso a las británicas. Y no eran
extraños los planes militares de grandes dimensiones, en previsión de un
conflicto que flotaba en el ambiente.
Una guerra sorprendente
En
medio de todo, a comienzos del siglo XX se vivía la belle epoque, con
un especial florecimiento de las artes, de la ciencia y la tecnología.
Esta ofrecía una panacea de avances tal, que alguien sugirió cerrar la
oficina de patentes de Londres porque ya todo estaba inventado. El mundo
disfrutaba de un auge comercial sin precedentes y por cuenta del éxito
de la diplomacia, salvo algunos conflictos puntuales, Europa había
vivido casi un siglo en paz. Como puede observarse en la famosa foto
familiar de la reina Victoria, virtualmente todos los monarcas de Europa
eran sus descendientes y primos entre sí. Todo ello hacía que en la
naciente opinión pública (surgía la era de oro de los diarios de
circulación masiva), considerara casi imposible un conflicto de estas
características.
Por eso, cuando estalló la
guerra se dijo que se trataría de un conflicto corto y decisivo que
además saldaría las cosas de tal manera que ese fenómeno quedara abolido
definitivamente. En todos los países involucrados miles de jóvenes
marchaban a los cuarteles cantando canciones patrióticas, convencidos de
que regresarían pocas semanas después cubiertos de gloria.
Ni
ellos ni los dirigentes que los enviaban y que decidían sobre sus
destinos imaginaban hasta qué punto la revolución tecnológica había
influido en el armamento militar. Todos estaban convencidos de que una
nueva guerra se desarrollaría como las del siglo anterior, e incluso las
primeras acciones vieron ataques de lanceros a caballería que se
enfrentaban a ametralladoras de enorme potencia. No se trataría de un
conflicto benévolo, sino de una carnicería sin precedentes.
La
ofensiva alemana, desarrollada en función del Plan Schlieffen,
formulado desde 1905, pretendía atravesar rápidamente Bélgica, tomar
Francia y obligar a los aliados a buscar un armisticio. Pero una serie
de circunstancias tácticas, las fuerzas francesas junto con algunas
inglesas detuvieron ‘milagrosamente’ el avance a pocos kilómetros de
París, en lo que se conoció como la Batalla del Marne. Los
contendientes, probablemente sorprendidos en igual medida, se
descubrieron enfrentados a lo largo de kilómetros y kilómetros de
trincheras que terminaron por ser el escenario principal de la guerra.
Un invento que parece elemental como el alambre de púas, el uso de
lanza llamas y de gases venenosos y el lanzamiento permanente de
ofensivas a pie que solo resultaban en masacres multitudinarias a manos
del fuego enemigo, convirtieron al frente occidental en un infierno.
Esa
acción, a pesar de haberse presentado muy pronto, resultó decisiva para
el resultado de la guerra. Los alemanes tuvieron algunos éxitos en el
frente oriental contra Rusia, cuyo enorme ejército de campesinos sin
entrenamiento no fue suficiente para detener a los experimentados
soldados germanos. La guerra también tuvo acciones en el lejano oriente,
cuando Japón entró a favor de los aliados y exigió a los alemanes
evacuar sus posesiones en la costa china. También en África las colonias
alemanas de Togolandia y Camerún cayeron pronto en manos aliadas, y en
Oriente Medio las tropas turcas enfrentaron no solo a la inglesas sino a
una rebelión árabe. Pero fue en el frente occidental donde realmente se
decidió la guerra. Durante varios años miles de soldados vivieron
virtualmente enterrados en las trincheras, en condiciones infrahumanas,
en medio del barro, el frío, las enfermedades y las plagas.
Estados
Unidos, dominado hasta entonces por la corriente política del
aislacionismo, salió de su neutralidad por dos factores. Primero, los
submarinos alemanes, una de las novedades de la guerra, hundieron en
1915 el trasatlántico norteamericano Lusitania, en donde mataron a
centenares de personas de esa nacionalidad. Y a principios de 1917, los
norteamericanos interceptaron el famoso telegrama Zimmermann, por el
cual el gobierno alemán incitaba al mexicano a entrar a la guerra a
cambio de devolverle las enormes porciones de territorio que Estados
Unidos le había arrebatado a lo largo del siglo XIX.
Esos
dos factores sumados convencieron al presidente Woodrow Wilson de salir
del aislacionismo y enviar sus tropas a Europa. La llegada de estas a
la guerra cambió la ecuación en un conflicto de desgaste en el que
ninguna de las partes parecía capaz de derrotar a la otra. Tras un
último esfuerzo en la segunda Batalla del Marne, el nuevo gobierno
republicano alemán (el káiser había tenido que abdicar tras una
revolución obrera en Berlín) llegó a la conclusión de que no tenía
ninguna posibilidad de ganar la guerra y buscó un armisticio. Ya Rusia,
afectada por las revoluciones de 1917, se había retirado del conflicto y
el Imperio otomano, decadente como era, había entendido que solo podía
buscar la paz. Las hostilidades terminaron a las once de la mañana del
11 de noviembre de 1918.
En abril del año
siguiente las partes en conflicto firmaron el Tratado de Versalles por
el cual se dio oficialmente fin a la que se llamó entonces Gran Guerra
Europea y luego se conoció como Primera Guerra Mundial. Habían muerto
más de 10 millones de soldados. En Versalles Alemania aceptó su
culpabilidad en la guerra y las enormes sanciones económicas que le
impusieron los vencedores dieron lugar primero a un empobrecimiento
catastrófico de su población, luego a la gran crisis mundial de 1929 y
por último, a partir de los años treinta, al surgimiento del
ultranacionalismo alemán de la mano del Partido Nazi, liderado por un
oscuro cabo austriaco llamado Adolf Hitler.
El
mapa de Europa cambió radicalmente. El Imperio ruso se convirtió en la
Unión Soviética, el Imperio otomano quedó reducido al territorio turco
convertido en república, mientras sus territorios daban lugar a la
creación de países hasta entonces inexistentes como Jordania, Siria,
Irak, Líbano y al surgimiento de la opción sionista en Palestina, que
daría lugar algunas décadas después a la creación del Estado de Israel.
Las colonias de ultramar adquirieron conciencia de su importancia
nacional, con lo que los imperialismos europeos comenzaron a declinar en
un proceso que terminaría en los años sesenta. Y Estados Unidos, el
único verdadero vencedor, se proyectó por primera vez como una potencia
destinada a ejercer una hegemonía que persiste hasta el día de hoy.
La
mujer, abocada a asumir los roles masculinos de sus compañeros
masacrados, comenzó el camino de su emancipación total. Y el orden
social imperante, basado en la aristocracia y los privilegios, se hizo
inviable. La tecnología dio un salto cualitativo impresionante, el
transporte motorizado se generalizó, la aviación avanzó a tal punto que
pasó de curiosidad de circo a opción viable de transporte colectivo a
largas distancias. La cirugía de campaña permitió grandes
perfeccionamientos, aunque no había llegado la penicilina.
De
hecho, el mundo moderno tomó forma después de la Primera Guerra
Mundial. Su secuela, la segunda, en sí misma una conflagración aún más
sangrienta dio lugar al sistema bipolar que imperó hasta hace menos de
25 años. Y los paralelos que es posible hacer con el momento presente a
veces resultan impresionantes. Hoy, 100 años más tarde, la única
enseñanza posible de ese episodio dramático de la historia mundial es la
importancia de defender las instancias pacíficas de negociación entre
los países, para que algo como eso nunca se repita.
Cronología del horror
1914 28 de junio:
El
archiduque Francisco Fernando y su esposa Sofía Chotek son asesinados
en Sarajevo, Bosnia, por el estudiante nacionalista Gavrilo Princip.
1914 28 de julio:
Austria- Hungría declara la guerra a Serbia y esto desata una cadena de declaraciones entre varios países de Europa.
1914 3 de agosto:
Alemania pone en ejecución el Plan Schlieffen: Declara la guerra a Francia e invade Bélgica.
1914 21 - 23 agosto:
Ofensiva alemana por Bélgica. Masacre de Tamines que deja un saldo de 384 civiles muertos.
1914 5 – 12 de septiembre:
Primera
Batalla de Marne en el suroriente de Francia. Aproximadamente medio
millón de personas murieron. Comienza la guerra de trincheras.
1915 Febrero:
Un
submarino alemán hunde el vapor Lusitania con más de 1.200 pasajeros.
Estados Unidos se escandaliza pues había ciudadanos de ese país.
1915 23 de junio - 7 de julio:
Batalla de Isonzo. Gran ofensiva alemana en Polonia.
1916 19 de julio – 23 de noviembre:
Británicos
y franceses atacan Somme. Los combates dejan un saldo de centenares de
muertos y por primera vez los británicos utilizan tanques de guerra.
1916 21 de noviembre:
Muere el emperador Francisco José. Le sucede Carlos I y Austria-Hungría comienza a dar fuertes señales de crisis.
1917 12 de marzo:
Comienza la revolución rusa. Abdica Nicolás II. Asume el gobierno provisional de Kerensky.
1917 6 de abril:
Estados Unidos declara la guerra a Alemania.
1917 7 de noviembre:
Los bolcheviques toman el poder en Rusia. El gobierno queda en manos de Vladimir Lenin.
1918 3 de marzo:
Tratado de Paz de Brest-Litovsk entre Alemania y Rusia.
1918 31 de octubre - 19 de noviembre:
Los británicos imponen la derrota en Turquía en Siria, Palestina y Mesopotamia. Turquía pide el armisticio.
1919 5 de enero:
Una oleada de protestas estalla en Berlín y otras ciudades. Europa pide a gritos el fin de la guerra.
1919 28 de junio:
Alemania firma la Paz de Versalles. El Imperio Austro-Húngaro queda dividido en estados independientes.
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