“Usted llegó al sitio indicado. Mi papá fue uno de los fundadores del
Desfile de Silleteros. En esta casa, todos vivimos en función de las
flores y las silletas. Hasta los niños siguen la tradición”. Cuenta
Rodrigo Sánchez, un paisa de piel curtida por la intemperie de la vereda
San Ignacio, en Santa Elena, dueño de un bigote de pelos negros y
blancos, vestido con camisa blanca, pantalón oscuro, carriel y sombrero,
como si ya estuviera listo para desfilar.
Tiene a su cargo la decoración de un centro comercial de Medellín.
Debe fabricar con flores un Ford Mustang, silletas de mensajes
comerciales y docenas de arreglos para los ascensores y zonas comunes.
Por eso, su casa es una de las pocas del vasto corregimiento en las
cuales, varias semanas antes del Desfile de Silleteros, se ven flores
por todas partes: en el prado aledaño, en los corredores, en la sala, en
la cocina, en las enramadas... Bultos de vira vira, baldes colmados de
siemprevivas, botones de oro...
En la suya -aunque esto sí es común-, se ven listos los armazones de
madera, es decir, las silletas vacías. De la elaboración de estas, una
semana antes del inicio de la Feria, dos antes del Desfile, apenas está
lista la silleta y comienza la planeación del diseño, la definición de
las flores que se usarán, del mensaje si es una silleta emblemática...
Un grupo de personas, parientes entre sí las más de ellas, ya han
armado en madera el esqueleto del automóvil, lo han forrado en cartón y
ya le están pegando la vira vira, una florecita menuda.
Con la locuacidad y la amabilidad propia de los antioqueños típicos,
que le ponen conversación hasta a los desconocidos, cuenta, como si
hubiera sido testigo -y de alguna manera lo fue, porque lo que hablan
sus labios es producto de la tradición oral-, que sus padres y demás
habitantes del corregimiento salían de casa a medianoche cada ocho días,
con los productos de sus huertas al hombro, flores y hortalizas, y
tomaban camino abajo, llegaban a la ciudad a las dos de la madrugada a
la Placita de Flórez.
“Mi papá sí bajaba todas las noches, porque él surtía unos negocios...”.
Hasta que un día de 1957, Efraín Botero -“apunte, pues: Efraín
Botero”-, el administrador de la Plaza, les dijo “que se veían muy
lindos llegando con sus silletas de flores y hortalizas y debían
realizar un pequeño desfile para que la gente los viera”.
Y su papá, David Sánchez, fue uno de quienes le dijeron en buen
paisa: “¡Diga no más lo que hay que hacer!”.
Y otro día, a mediados de
ese año, realizaron el primer desfile por la carrera Junín hasta el
Parque de Bolívar. Además de su papá, David, Rodrigo recuerda a Ángela
Sánchez (hermana de David), Efraín Soto, Cipriano Ramírez, Juan Alberto
Hincapié, Ana Judith Flórez y Herminia Grisales. Se suman a los de Pedro
Luis Londoño, Berta Ligia Zapata, Óscar Londoño y otros treintaiún
pioneros.
Recorremos andando de prisa, como si se nos hiciera tarde para llegar
al mediodía, la casa y los alrededores. Saludamos a uno de sus hijos,
Rodrigo Alonso, quien está sentado a la mesa del comedor con los ojos
puestos en la pantalla de su computador portátil, buscando ideas que
alimenten las que ya tiene para los mensajes y diseños de su silleta
emblemática. Acaba de llegar del parque central de Santa Elena, de
firmar el contrato con el Bureau para el Desfile de este año.
Rodrigo, nuestro guía, cuenta que la imagen del primer desfile se
veía en ceniceros, cajas de fósforos y afiches de hoteles de Nueva York y
Caracas, adonde lo han llevado por el arte de silletero.
Generaciones
“La vira vira es la base de las silletas y de las decoraciones
-comenta Rodrigo, abriendo uno de los bultos y cogiendo en sus manos las
flores, como motas de algodón-. Esta flor, mírele bien el color
natural, es como beige, hay que conseguirla en enero, en Santa Rosa de
Osos y Yarumal. Es rastrojo. Florece solamente en esa época del año. El
que se duerma y la deje para después, se friega”.
Volvemos a pasar por el salón donde construyen el Mustang. La salsa
suena en un aparato nuevo de color negro. “¡Rumba! ¿Dónde está Rumba?”.
Mira la fotografía del auto que debe representar, dice que el negro de
las latas, el gris de la lona de la capota y demás colores del
vehículo, los conseguirá con esmaltes en aerosol que aplicarán con
compresor. “Rumba se fue a desayunar”, responde alguien.
Vuelve a entrar a la casa. Dice que su papá y su mamá tuvieron
veintiséis hijos. Que su derecho de participación en el desfile lo legó a
su hijo Juan David y su esposa, a Rodrigo Alonso. Se detiene ante una
de las paredes de la sala y muestra, al lado de un silletero casi de
estatura humana, hecho de icopor y forrado en la famosa vira vira, los
galardones que han conseguido en el certamen por generaciones. Son
estrellas metálicas de las que penden cintas verdes. Y numerosas
fotografías en las que aparecen también los representantes de varias
generaciones en el Desfile. Señala con el índice derecho una en la que
aparecen su papá, David, y su mamá, Carmen Emilia, junto a un arreglo
floral.
“Esta es mi esposa”, dice Rodrigo y al voltearnos a mirar,
encontramos a la mujer ahí de pie, con una bandeja de pocillos de café.
“Mucho gusto: María Marleny Sánchez”. Ella atiende una floristería sin
local, en la portería de un conjunto residencial envigadeño.
En adelante, esa rápida caminadera por todo el predio, oyendo
anécdotas, aprendiendo que consiguen caspias y éxtasis en Bogotá;
observando flores, fotografías, arreglos, armazones de madera en el
terraplén; divisando un paisaje de mesetas bajo un sol furioso, y
esquivando las hortensias del jardín para no dañarlas, fue con pocillo
en mano.
Nos lleva directamente a una enramada ubicada a unos veinte metros de
la casa. Es una construcción de unos diez por diez metros, semejante a
los graneros que suelen tener los ganaderos, de madera y tejado a dos
aguas.
Sus paredes de tablas están cubiertas por telas plásticas. Abre
el candado de la gran puerta y aparece ante nuestros ojos una cantidad
de flores tan variadas y abundantes, que no hay un espacio libre.
Girasoles, gladiolos, orquídeas, pompones, gerberas, cartuchos... No
falta un color; todos los aromas están allí. Parece la bodega de un
paraíso tardío.
“Esta semana nos robaron quinientos paquetes de vira vira”. El
silletero tenía cinco mil atados y una noche de estas apareció roto el
plástico y notó el faltante. Cada manojo, si lo fuera a comprar, cuesta
dos mil pesos. “Siempre se lograron llevar un milloncito de pesos”.
Rodrigo cuenta que trabajarán casi día y noche para completar el
pedido de adornos. Tres días más los ocuparán instalando todo en paredes
y pasillos del centro comercial. Después, sí, se dedicarán a las
silletas del Desfile.
En un rincón descansa un gran libro hecho de flores en el que está
formado este mensaje: «“No hay medicina que cure lo que no cura la
felicidad”. Gabriel García Márquez».
Tomado de elcolombiano.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu opinión, todas son válidas en el marco del respeto.