Se podía jugar solo, en parejas o en grupos que raramente superaban
las cinco personas. Niños y niñas, menores de 15 años, podían
participar, sin importar su condición social, raza, religión u origen.
El juego se jugaba afuera, en la calle, desde los parques hasta los
exteriores de los trenes. El equipo de juego incluía marcadores, latas
de aerosol, y cámara fotográfica, en los casos más organizados, llaves
maestras de acceso y en los más emocionantes, robos colectivos de
aerosoles (racking up).
Las reglas eran muy sencillas, escribir su nombre o apodo —algunas
veces hasta la calle donde se vivía— con la mayor originalidad y estilo,
añadiéndole formas, nubes, flechas, puntos, modificando las letras,
jugando con ellas. La inspiración vendría de los libros de comics, la
televisión, la agobiante publicidad y los otros jugadores (biting).
La formación en la escuela no era una opción, teniendo en cuenta que el
presupuesto de artes se había reducido, casi desaparecido, porque los
rusos le ganaban la primera guerra de las galaxias al gobierno, lo que
obligó a las escuelas a aumentar la carga en matemáticas, física y
química. Un infierno para las mentes dispersas.
El nombre se debía escribir, en el mayor número de lugares públicos, y
visibles, la puntuación era mayor si la dificultad de acceso era muy
alta o se corrían riesgos de ser perseguido por lo adultos, (versión
policía, pandillero o traficante de drogas). El premio sería la fama
entre los otros jugadores, a los mejores se les llamaría reyes o reinas y
podrían dibujar una corona encima de sus nombres. Pasado un tiempo, el
objetivo de la fama se desplazaba ante el objetivo de construir
visualmente a la ciudad, de embellecer un espacio en silencio e
impuesto, de dotar de sentido, de sumar color.
El juego se llamaría writing, (escritura) y ellos writers (escritores)
y a finales de la década de los 60 y comienzos de los 70, se
multiplicaría, desde Filadelfia hasta Nueva York, y se haría cada vez
más popular en todas las esquinas.
Como era de esperarse, los adultos no tardaron en empezar a
preocuparse al ver a los niños divertirse, sin discriminación, viéndolos
construir sus propias reglas y códigos de conducta. Se sintieron
amenazados ante la posible ruptura de la hegemonía adulta que define
—sin mediar controversia—, lo bueno, lo bello, lo correcto y lo
importante. Tanta alegría, debía detenerse.
Llenos de temor, los adultos decidieron sumar dos etiquetas que
intentarían obstruir el juego: la etiqueta del crimen y la etiqueta de
cultura, y de esta forma, se les despojaría a los niños de su capacidad
de decidir quién jugaba, dónde se jugaba, quién ganaba o quién perdía.
No obstante, fallaron. A pesar de cada vez más medidas represivas y “oportunidades” artísticas y culturales, hoy en día el writing
se practica, sin la participación de adultos, en todos los rincones del
mundo, con las mismas reglas y retos que hace 40 años. Libre e
infantil, como nació.
Tomado de las2orillas.com
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