Tomado de El Espectador
Por William Ospina
La última guerra de la que tuvimos esos datos fue la llamada Guerra
de los Mil Días. Desde entonces nuestras confrontaciones se han llamado,
en los años cincuenta, la Violencia, y en las últimas décadas, el
Conflicto.
Ambas abarcan no un claro enfrentamiento entre ejércitos en
campos de batalla sino un clima de acechanza y de terror, cuyas
principales víctimas son civiles, hechos bélicos, pero también
atrocidades que exceden el ámbito de la guerra, largos y multiplicados
fenómenos de inhumanidad que van hundiendo a la sociedad en la sordidez,
en la indiferencia, e incluso en la resignación.
No hay un ámbito
de la realidad que haya podido escapar a la influencia de esa violencia
pertinaz que ha ido penetrando cada vez más hondo no sólo en el orden
social sino en los pliegues de la conciencia. El conflicto armado no es
generalizado, pero al cabo de cincuenta, quizás de cien años, es difícil
encontrar una familia que no tenga una historia dramática que recontar,
un episodio que la haya afectado de cerca, y que tendió su red de
consecuencias sobre la vida entera.
Nuestras ciudades no crecieron
porque el modelo urbano atrajera a las multitudes con su modernidad, su
empleo, sus patrones de consumo, sus espectáculos. Crecieron porque una
ola de horror expulsaba a los campesinos de sus tierras, llenándolos de
recuerdos dolorosos. Y la primera generación de desterrados no llegó a
construir su mitología de la ciudad sino a vivir la nostalgia del campo
perdido.
Si algo tenemos que recuperar es sobre todo nuestro
sentido de humanidad, de tantas maneras pervertido y degradado por las
violencias, por la lenta anestesia de las noticias, que nos van haciendo
habitantes resignados del horror y nos obligan a toda clase de astucias
morales para sobreponernos a las dificultades de esa realidad que nos
excede.
Cuando se creyó que la Violencia había terminado hubo un
suspiro de alivio, un unánime intento de volver a la normalidad, ese
breve remanso de paz urbana que fueron los años sesenta. Pero de repente
en los años ochenta volvimos a sentir que estábamos en el corazón del
Conflicto. De la modernidad sólo nos llegaban la cara destructiva, las
bombas, los atentados, aviones que estallan en el aire, la noche atroz
de las motosierras y de los incendios, los hornos crematorios, la
profusión de cadáveres sin nombre llevados al olvido en negras bolsas de
plástico.
Ahora sabemos mejor que antes que para que esos
horrores se vayan definitivamente se necesita algo más que cazar
monstruos, y algo más que firmar armisticios. El conflicto ha penetrado
en todos los ámbitos de la vida, está en nuestra relación con la salud y
con la educación, en nuestra manera de habitar las ciudades, en la
lógica de nuestras escuelas, en la relación entre maestros y alumnos,
entre padres e hijos.
Es tarea del Estado lograr de verdad, y no
como una astucia de la política, el silencio de las armas, secar ese
surtidor de víctimas y de venganzas, y darles a las siguientes
generaciones la oportunidad de crecer en un país cuyas prioridades sean
otras. Pero es nuestra tarea reencontrarnos con una sensibilidad que nos
permita dialogar con los que son distintos, debatir con franqueza y sin
odio, encontrar los valores comunes que nos ayuden a construir una
sociedad en la que quepan sin matarse las diferencias, aún las
insolubles.
Recuerdo un poema de Víctor Hugo sobre el León de
Androcles. Enviado a las arenas de África, Androcles, un joven
legionario romano, encontró en el desierto un cachorro de león con una
espina clavada en una de sus patas. Protegió al cachorrito, le quitó la
espina, lo cuidó varios días, y después lo soltó para que se encontrara
con su manada.
Años después el muchacho se había hecho cristiano, y
capturado por las tropas del emperador, lo condenaron a ser devorado
por las fieras en el Coliseo. Se había convertido en un espectáculo muy
apreciado el horror de ver a gentes vivas siendo devoradas por las
fieras.
Soltaron contra Androcles un león hambriento, y Roma vio
con espanto cómo el león se acercaba al hombre, y en lugar de atacarlo
se tendía a su lado y le lamía los pies. Le tocó por azar el cachorro
que había cuidado en el desierto.
Ese león se convirtió en un
símbolo de la inocencia y de la gratitud de los animales, aún de las
fieras, en un mundo donde los seres humanos son a menudo crueles y
despiadados. Y tan importante como la moralidad del poema es la
sensibilidad que propuso, los recursos que el poeta utilizó para
comunicar esos hechos. En el corazón de una sociedad habituada a la
crueldad e insensibilizada frente al horror, incapaz de perdón y de
compasión, alzó la imagen de aquel león agradecido:
Al fondo,
calva y siniestra, reía la pálida muerte, / Fue entonces cuando tú,
nacido en los feroces desiertos / Donde el sol está solo con Dios, tú,
soñador / Del antro que la tarde llena con sus fulgores, / Viniste a
esta ciudad toda llena de crímenes, / Quizá temblaste viendo tantas
sombras y tantos abismos, / Tu ojo, sobre ese mundo horrible y
castigado, / Hizo llamear de repente el amor y la piedad. / Pensativo,
tú sacudiste tu melena sobre Roma, / Y cuando el hombre era el monstruo,
oh león, tú fuiste el hombre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu opinión, todas son válidas en el marco del respeto.