29 de noviembre de 2014

Una mina gigante se está tragando a un pueblo en Perú


Por Arthur Holland Michel.
Tomado de vice.com

Era de noche cuando llegamos a Cerro de Pasco, una ciudad mediana en lo alto de la sierra peruana. Nos abrimos paso por calles serpenteantes y atiborradas de gente. Pasamos una enorme estatua de Daniel Carrión, un legendario estudiante de medicina que se levanta con una jeringa en la mano, inyectándose a sí mismo la enfermedad que fue nombrada en su honor.


En el barrio colonial nos encontramos, abruptamente, con un muro donde se alternan el grafiti y un letrero de "Propiedad privada". Podía sentir que había un gran vacío del otro lado. Me trepé a una piedra para asomarme. Alrededor, toda la ciudad resplandecía a la distancia. Frente a mí se extendía el agujero hacia abajo, desprovisto de luz excepto por los diminutos faros de los camiones que se arrastraban a sus lados. Esto es El Tajo.

En la cosmología andina, la Tierra es la Madre Pachamama y esta gigantesca mina polimetalúrgica es el sitio de, literalmente, una penetración. Tiene 1.9 kilómetros de largo y es tan profundo como la altura del Empire State. Todo el día y toda la noche, la maquinaria perforadora produce un gemido mecánico, termendamente amplificado por la forma de bocina del agujero. Es el sonido de una ciudad que está siendo tragada en vida.
​Foto por el autor.
Cerro de Pasco es una catástrofe tanto urbana como ambiental. El Tajo, abierto en 1956, está en medio de la ciudad, no a un lado de ella. Mientras crece, muchas familias se han tenido que mudar a desarrollos urbanos no planificados, por lo que la mayoría no cuenta con los servicios sanitarios básicos.

Ahora la ciudad se está quedando sin espacio. En 2008 el congreso de Perú aprobó la Ley No. 29293, que convocaba a la relocalización de los 67 mil habitantes de la ciudad. Pero nadie le hizo caso.

"No creo que en países más desarrollados existan cosas por el estilo", me cuenta Jhames Romero, un mecánico que le da mantenimiento a la maquinaria de la mina.

El Tajo no ha crecido en los últimos dos años, aunque hace muy poco Volcán —la compañía que actualmente controla la mina— comenzó otra vez a comprar casas en la periferia y a pintarlas de verde fosforescente. Mientras más partes de la ciudad cambian de color —incluyendo lo que sobrevive del barrio colonial—, todos se preguntan qué va a pasar, y ninguno de mis entrevistados parece particularmente optimista.

Cerro de Pasco siempre ha sido un pueblo minero. Los españoles encontraron plata aquí en 1630, y a lo largo de los siglos XVII, XVIII y XIX, la ciudad fue una importante fuente de ingresos coloniales. Para 1902, la US Cerro de Pasco Corporation compró las numerosas y pequeñas minas de la ciudad con el dinero de J. P. Morgan, Henry Clay Frick, los Hearst y los Vanderbilt —entre otros barones del latrocinio de la Edad Dorada— logrando así consolidar la mayor parte de la actividad minera bajo el mando de una sola empresa.

Cuando la compañía abrió El Tajo decidió no mudar a la población, que había vivido exactamente encima de las minas y crecido de manera significativa durante la primera mitad del siglo XX.

El suburbio de Carhuamaca —parque de juegos, escuela primaria y todo— al pie de una pila gigante de relaves venenosos.
Cerro de Pasco también ha sido, siempre, un lugar  miserable para llamar hogar. Un visitante llamado Alexander Cruckshanks escribió en 1831 que Cerro de Pasco "luce como si una capa de tinta neutra hubiera cubierto el paisaje entero". Añadió que "las casas son pequeñas y oscuras; la mayoría de la gente, escuálida y deprimente".

Los lugareños orgullosos insisten en que se trata de una tierra para los rudos, no para cualquiera. Hace un frío vigorizante y a más de 4,200 metros sobre el nivel del mar, es una de las ciudades más altas del mundo (el agua hierve a los 85 grados centígrados). Los efectos físicos de estar a esta altura son similares a los de un guayabo severo. Y debido a la minería, vivir aquí es más nocivo que en ningún otro lugar del planeta.

"La contaminación en Cerro de Pasco es absoluta", me cuenta Zenón Aira Díaz, de setenta años, un antiguo residente e historiador. En 2007 un estudio del Centro para la Prevención y Control de Enfermedades reportó que el sesenta por ciento de las muestras de suelo de las casas de la ciudad y los pueblos vecinos contienen más de 1,200 partículas de plomo por millón, el triple de lo que la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos considera sano para los niños. Una muestra tomada en un paso peatonal muy transitado alcanzó las veinte mil partículas por millón.

Gran parte de la contaminación proviene de relaves —una mezcla de rocas y tierra, cargada de metales pesados, que este tipo de minería produce— que se forman en las gigantes y coloridas colinas creadas por el hombre, alrededor de la ciudad. Dejados al aire libre, los relaves filtran contaminantes como cadmio, mercurio y arsénico a sus proximidades. Hay una pila de relaves justo al lado de un hospital. Otra más rodea por completo el suburbio de Carhuamaca, amenazando casas, una escuela primaria y un parque de juegos derruido. Se puede probar el sabor metálico cuando pasa un carro, o un rebaño de ganado, levantando nubes de polvo. En la década de 1920 las compañías mineras comenzaron a dejar relaves en los lagos cercanos, que siguen sin ser tratados y contaminando tanto el aire como el manto acuífero.

El hospital de Cerro de Pasco se localiza exactamente en frente de otro montículo de relaves.
En mayo de 2012 el gobierno de Perú declaró en estado de emergencia ambiental el área alrededor de los relaves en los lagos, y designó veinte millones de dólares para programas de salud destinados a mitigar el envenenamiento por plomo, que es algo común, en especial entre los niños. A la fecha ni un centavo de este dinero se ha utilizado en realidad.

"Es como decirle a alguien que tiene tuberculosis y luego que no joda", me explica Denis Cristóbal, una obstetra de 29 años que también es la brava alcaldesa del pueblo junto a Quiulacocha, uno de los lagos envenenados. Con su hijo durmiendo sobre su regazo, me narra cómo los niños de su comunidad sufren de altos índices de cirrosis y retrasos en su desarrollo. Estábamos a cinco minutos caminando del lago, al que ella llama "el ex lago Quiulacocha".
Al pasar en el carro vi que el agua era morada. Me detuve para asegurarme de que no estaba alucinando.

—Esto es a lo que llamamos progreso — dice Elizabeth Lino, mi compañera de viaje.

Es serrana, además de escritora, activista y la autoproclamada Última Reina de Cerro Pasco. Su campaña para declarar a El Tajo un sitio de herencia cultural le ha traído tanto admiración como problemas.

—La situación en Cerro de Pasco no me entristece, me hace enojar —me cuenta Lino mientras nos tomamos una botella de pisco en el camino de regreso a Lima. Ya no hay solución. Ese hoyo nunca volverá a ser un pedazo de tierra y el lago de relaves no volverá a ser un lago natural.


Una región densamente poblada de la ciudad está rodeada por un lago contaminado con residuos mineros.
A la entrada del desparramado centro de operaciones de Volcán hay un letrero gigante que dice: "La seguridad no es negociable, tampoco tu vida". Pero en comunidades pequeñas como Quiulacocha, la empresa arregla contratos con colectivos de propiedades rurales patriarcales que controlan el uso de la tierra, pasando por encima de autoridades electas como Cristóbal.
"No somos respetadas en los procesos de participación", me explica la alcaldesa. La compañía se negó a hablar conmigo, al igual que los mineros, quienes caminaban por las calles vistiendo overoles naranjas y gestos hoscos. Cuando visitamos el campamento minero todo el tiempo nos siguió una camioneta sin placas.

Mientras tanto, los gobiernos nacional y estatal han sido ineficaces para regular la extracción de recursos. "Las empresas mineras duermen con el gobierno", asegura Calmex Ramos, ingeniero ambientalista y activista. Los municipios construyen estadios colosales y proponen cosas como un "Monumento al Pisco Sour". Lino define estos proyectos como "malversiones" (malas inversiones). En tanto a los otros planes, como la relocalización de la población o un sistema de drenaje con un costo de 45 millones de dólares han fracasado. La corrupción sigue siendo un problema muy serio. En mayo, el alcalde de Pasco fue detenido luego de que sus colaboradores fueran grabados recibiendo un soborno de cien mil dólares a cambio de un contrato para obra pública.

Pero la minería nunca se detiene. Después de cuatrocientos años sería difícil imaginar la vida sin el hoyo. Romero, el mecánico, me contó que le aterra el daño ambiental pero él y sus vecinos pueden ganar quinientos dólares al mes si trabajan en la mina. Sin embargo, este orgullo minero está ensombrecido por la fatalidad.
—¿Qué esperanza tenemos para el futuro? Absolutamente ninguna —confiesa Pablo Melgarejo, un profesor universitario con quien charlé en un festival gastronómico en un estadio municipal.
Le pregunté qué siente cuando ve el hoyo. —Creo que es una especie de desastre. Carajo, ¿a qué estamos llegando? ¿Dónde vamos a terminar si esto nos devora?

Una nube, densa y gris, cubría el hoyo la mañana que me fui. En la carretera, mientras salía de la ciudad, vi que alguien había pintado con grandes letras negras "Larga y jodida vida en Cerro de Paso".

Tomado de vice.com

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