A raíz del secuestro del general Alzate se han escrito tantas cosas y se han emitido tantas opiniones, que puede resultar redundante insistir en el asunto. Pero hay luces sobre las que se debe insistir.
Resalto
el siguiente párrafo escrito por Yesid García, concejal progresista de Bogotá,
difundido a través de las redes sociales: “Ha sido una posición histórica del
Partido del Trabajo de Colombia, PTC, el rechazo y la condena al secuestro, al
chantaje, a la intimidación y al asesinato como herramientas de lucha política;
más allá de que exista actualmente un proceso de paz, que tuvo como una de sus
premisas el abandono, por parte de las Farc, de esas repudiables prácticas. Se
podrá decir que “técnicamente” la retención de un militar no corresponde a la
definición clásica de un secuestro, pero es una realidad que el hecho no se
presentó en combate, los militares iban de civil y desarmados y que hay civiles
involucrados… ¿Acaso ignoran las Farc el peligro de una fuerza uribista,
electoralmente importante, que es la amenaza principal para el país y cuyo
objetivo inmediato es sabotear el proceso? Proceder consecuentemente frente al
clamor nacional que respalda la continuidad de las negociaciones de La Habana es
garantizar la vida al general Alzate y proceder a su liberación”.
Una
declaración importante, que nos recuerda asuntos de principio, y que no especula
sobre la ‘irresponsabilidad’ del general o termina por considerar ‘bueno’ un
hecho que configura un crimen de guerra. Y que nos llama la atención sobre un
asunto sustancial que ha sido omitido en el proceso de paz, tanto por las partes
en conflicto, como por sus críticos de uno y otro bando. Me refiero a las normas
del Derecho Internacional Humanitario (DIH).
Se
recordaría que en el proceso que terminó con la firma de la paz en El Salvador,
el primer punto que se trató y el primero sobre el que se llegó a un acuerdo
fuer “la garantía de la defensa de los derechos humanos para la población civil
y los no combatientes”. Vale recordar que El 26 de julio de 1990 se firmó el
Acuerdo de San José, en Costa Rica, el cual estableció un compromiso para
respetar los Derechos Humanos por parte de las fuerzas en contienda, poniendo
fin a prácticas como los asesinatos selectivos y la desaparición forzada de
personas (http //es.wikipedia.org/wiki/ Acuerdos_de_Paz_de_Chapultepec ).
El
resultado inmediato fue el paulatino cese de las acciones criminales en medio de
la guerra y la generación de una opinión pública que reaccionaba con vehemencia,
tanto ante las violaciones de la guerrilla como de los propios militares. De
hecho, una de aquellas violaciones fue el asesinato de seis sacerdotes jesuitas,
perpetrado por las fuerzas armadas. La Fuerza Armada se vio obligada negociar
por presiones internacionales, en el entendido de que su integridad
institucional no se vería afectada.
¿Por
qué en Colombia, gobierno y Farc no llegan a un acuerdo sobre el acatamiento de
las normas del DIH como un método probado y efectivo para lograr los que
eufemísticamente denominan “desescalamienrto” del conflicto? Por dos razones:
las Farc no quieren y el gobierno -lo mismo que los críticos uribistas del
proceso- tampoco.
Ambos
yerran y además, olvidan la lección crucial que nos entrega el concejal García:
los fines de la política, por nobles que sean, no pueden alcanzarse apelando a
medios criminales.
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