Los datos hablan por sí solos. Para el
año 2012, en Colombia 14'800.000 personas estaban en situación de
pobreza, de las cuales cerca de 4,8 millones en pobreza extrema.
Esta pobreza está distribuida de manera desigual: mientras en departamentos como Chocó, Cauca y Córdoba registra tasas por encima del 60 por ciento, en Bogotá ésta alcanza un porcentaje del 11 de su población. Pero, además, entre 2011 y 2012 la pobreza aumentó en el sector rural, pasando de 46,1% a 46,8%, es decir, que cerca de 80.000 personas más cayeron en esta deplorable situación.
Otra parte de la radiografía social del país permite concluir que, durante 2013, dos millones 240.000 personas no tenían empleo. El 50 por ciento de los desempleados del país está en el rango de edades de 14-28. O sea que quienes más están perjudicados por esta realidad son personas jóvenes y entre estas las mujeres, ya que su tasa de desempleo es el doble de la padecida por los hombres. Por demás, entre el 50 y el 70 por ciento de la población en edad de trabajar (10-12 millones de personas) está en condición de subempleo o desempleo disfrazado. Esta realidad de pobreza y desempleo con rostro de mujer se refleja igualmente en temas de muerte evitable, como por embarazo y parto, motivo por el cual cada año fallecen en el país 500 mujeres.
Estos son datos (con excepción de los subempleados) de las Naciones Unidas, que publica en su informe evaluativo sobre los logros obtenidos y las dificultades no superadas por el país en torno de los Objetivos Generales del Milenio (OGM), que contrastan con la evidente desigualdad develada, una vez más, por el informe de la revista Forbes sobre las personas más ricas del mundo, entre las cuales aparecen varios connacionales con fortunas descomunales, como Luis Carlos Sarmiento Angulo, con 14.200 millones de dólares. Con un poco menos, aparecen Alejandro Santo Domingo, con 11.100 millones de dólares; Carlos Ardila Lulle, con 'sólo' 2.400 millones, y Jaime Gilinski Bacal, con 2.900 millones. Es decir, uno solo de ellos tiene lo que suman los míseros capitales reunidos de miles, e incluso millones de colombianos.
No son extraños, por tanto, los niveles de pobreza y desigualdad social ya relacionados, los cuales son apenas una parte de la realidad padecida por millones en el país, ya que los niveles de riqueza acumulados por los millonarios destacados por Forbes, más la que está en manos de un escaso 3 por ciento de colombianos, es posible precisamente porque existe una mayoría (97%) de pobres y negados, los que a la vez están en esa condición, muchos de estos sin empleo o con salarios insuficientes, o lanzados cada día al rebusque más desesperante, porque las políticas económicas y sociales en boga las diseñan los apropiadores del Estado, precisamente los ricos de cada sociedad, lo que deja al final una democracia aparente, condicionada y ahogada.
El naufragio de la democracia nacional está cruzada por las interacciones entre Economía y política, Estado y economía, política y gobierno, suma interdependiente a través de la cual quienes más tienen manejan el Estado, diseñan sus políticas, controlan a los políticos –a los que financian en cada elección–, y por intermedio de todo ello determinan el rumbo de la sociedad, devenir en medio del cual sus capitales, producto de todo ello, tienden a incrementarse, a multiplicarse, cada día. Con ese control logran, en alianza, como parte o en disputa, con capitales internacionales que también pretenden concentrar bajo su órbita, cada día, más riqueza y más poder político. Es decir, la pobreza existe no porque el país carezca de recursos suficientes para todos, porque seamos pobres, sino porque las políticas que siempre se han impuesto, ahora cada vez más violentas, propician la concentración de la riqueza.
Se trata de un devenir sin fin, precisamente porque no hay democracia, es decir, porque unos pocos se apropiaron de lo colectivo. Realidad que no es posible transformar de manera razonable porque no hay espacios de participación cotidianos más allá de lo formal (Congreso, concejos, etcétera, donde el capital determina el rumbo de las leyes), donde de manera colectiva, cotidiana, se discuta y defina el rumbo de todos y todas. La redistribución de la riqueza sería uno de sus logros.
Tenemos acá, por tanto, dos caras de un mismo país, de una realidad que desdice de una democracia efectiva donde todos sus integrantes deben contar con iguales posibilidades en cuanto a educación, salud, recreación, vivienda, alimentación, participación. Pero sabemos que no es así. Las posibilidades efectivas son dispares: mientras unos nadan en ríos de leche, otros agonizan en medio del lodazal de la miseria y la exclusión más violenta. ¿Existe democracia efectiva, más allá del papel, en medio de semejante despropósito? Esta es una parte de nuestra realidad, la cual señala con índice acusador a la democracia formal que tanto elogian quienes ocupan las altas esferas del poder.
Estamos entonces ante una democracia formal, difundida, defendida, adornada y 'ejercida' en rito repetitivo cada dos o cuatro años, en medio de un supuesto pluralismo donde todo puede ser pero donde las posibilidades también están contenidas o determinadas por el acceso a financiación legal (¡e ilegal!), medios de comunicación, tranquilidad para poder recorrer todo el territorio nacional, contratación pública, nómina estatal, etcétera, o, en otras palabras, determinada por el acceso a la maquinaria estatal que crea y recrea cotidianidades con respecto al poder.
No es casual que en el Gobierno, en su administración, se turnen por décadas, e incluso siglos, los mismos con las mismas, en un rito de simulación ante la 'participación' y la democracia. Esto lo comprende la sociedad, los más excluidos, que, sin llegar en muchos casos a grados superiores en su formación académica, sí están capacitados por la vida para comprender quiénes son los que los niegan. De ahí que cada que los invitan al rito de la democracia formal respondan con el silencio (abstención) o la protesta ante la urna (anular el tarjetón o depositarlo sin ninguna señal). Para ellos, esta clase de democracia nada dice.
Así lo refrendan las cifras el pasado 9 de marzo: de un potencial de 32.835.856 personas en condiciones de votar, solamente aceptaron hacerlo 14.310.367 personas (44,58%); pero de estos, 1.485.567 anularon su voto (10,38%), y 842.615 no lo marcaron (5,88%). Es decir, Colombia cuenta con una democracia formal comprimida, simple, de un escaso 28 por ciento. Este es el porcentaje de su población que responde a los llamados oficiales. Pero si a este 28 por ciento le restamos las cifras del partido ganador en la consulta, tenemos datos aún más dicientes. Por ejemplo, con 2.230.208 votos (15,58%), ganó el Partido de la U el Senado, es decir, que menos de un 13 por ciento del electorado sintetiza las 'mayorías' que gobiernan y determinan en Colombia. Esta es la democracia que q1uienes detentan el poder tanto defienden y difunden en sus discursos cotidianos.
Al ser así, queda claro que la democracia formal no basta y no es lo requerido por las sociedades masivas que hoy tenemos. No es casual que grupos de jóvenes aseguren estar mamados de esta democracia, la que, al caer bajo la tutela del capital, genera desconfianza total entre las mayorías. Su crisis no es casual. Por esto, para llegar a un país distinto, es indispensable una democracia radicalmente diferente, otra democracia, donde no sólo se vote y se cuente con derechos de papel sino donde, además, se constituyan otros espacios para la deliberación y la toma de decisiones, en forma directa, regidos y decididos por las mayorías, donde las medidas que las afectan las tomen en directo y no por conducto de sus representantes –cada vez más atados y sometidos a quienes tienen y controlan el capital.
Una otra democracia fue lo reclamado en años pasados por grupos de manifestantes en distintos países del orbe, desde Nueva York, pasando por Madrid y llegando al mundo árabe. Y otra democracia, que sí es posible, es lo exigido en Colombia por grupos de jóvenes y por movimientos sociales opuestos a la concentración del poder. Hoy se exige democracia directa, democracia plena (política, económica y social), radical (realizada en territorios locales, con participación directa); democracia más allá del papel, con la cual y desde la cual se rompan las cadenas del capital, las mismas que amarran la riqueza para unos pocos y ahogan en la miseria a los muchos y muchas, para avivar la participación política y recuperar el sentido de lo común. Este tipo de democracia demanda un ciudadano consciente de sus derechos y posibilidades, con memoria del pasado mediato e inmediato de su país y región, ubicado en el contexto histórico donde vive, con claridad sobre la disputa entre clases en la sociedad y, por tanto, dispuesto a movilizarse en defensa de los derechos de las mayorías.
De aquí que la democracia requerida debe priorizar, además, lo colectivo sobre lo individual, defendiendo los bienes estratégicos de todos en contra del capital privado, que pretende transformar –y lo hace– todos los bienes naturales, además de asuntos prioritarios como la salud, la educación y otros, como negocio; donde el Estado deje de ser prioridad fundamental y tal rango lo asuma la sociedad como un todo, relacionada de modo solidario y cooperativo; una sociedad en la cual los derechos de todos logren abordarse como tema prioritario, de tal manera que la renta generada por el conjunto sea, igualmente, redistribuida, impidiendo su apropiación por intereses particulares.
Logrado esto, y con seguridad otros muchos aspectos que surgirán del debate de ideas sobre este particular, la democracia, la otra, no la de papel, la radical, directa, plural, tomará forma. Sin duda, ¡otra democracia sí es posible!
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