Insisten las Farc en granjearse más odio de los colombianos, y arriesgan quemar la paz en la puerta del horno. Azotan insolentes a la población civil, precisamente cuando las partes se allanan en La Habana a la decisión trascendental de convocar una comisión de la verdad.
Por: Cristina de la Torre
Comisión que dará voz a las víctimas, auscultará
las entretelas del conflicto e identificará a sus responsables de todos
los bandos. Cuando el propio Pastor Alape anunciaba disposición del
grupo armado a aceptar alguna forma de reclusión si también la
contraparte lo hacía. Cuando arrancaba el desminado a dos manos con el
Ejército, desempolva esa guerrilla su recurso al asesinato, al sabotaje y
el terror contra la gente. Cree lograr así un cese bilateral del fuego.
Pero se engaña. Dejar sin agua y sin energía a departamentos enteros;
derramar crudo sobre sembradíos y fuentes de agua; rematar a tiros al
patrullero David Marmolejo y al coronel Alfredo Ruíz, sublevan a la
opinión, no sólo contra el cese bilateral sino, peor, contra una
eventual refrendación de los acuerdos de paz.
Pero,
además, la andanada de las Farc pela el cobre de una guerra librada
menos entre combatientes que contra la ciudadanía. 80% de los casi
250.000 muertos habidos por el conflicto son civiles. Y las Farc se
limitan ahora a retomar la dinámica de brutalidad contra la población
como estrategia de guerra, que el paramilitarismo y miembros de la
Fuerza Pública desplegaron también. Según el Centro de Memoria Histórica
(CMH), muchos uniformados practicaron tortura, asesinato, desaparición
forzada y uso excesivo de la fuerza. Los paramilitares se especializaron
en masacres, asesinatos, desaparición forzada, sevicia, tortura y
desplazamiento forzado masivo. Y las guerrillas abundaron en secuestro,
asesinato y desplazamiento selectivos, pillaje, atentados terroristas,
reclutamiento de menores y siembra masiva de minas antipersona.
Farc
y Eln cometieron el 90% de los 27.023 secuestros reportados por razón
del conflicto en cuatro décadas. Y dominaron en muerte de civiles por
acciones bélicas, cuando introdujeron el uso de cilindros-bomba. La
masacre de Bojayá arrojó 79 víctimas que se refugiaban en una iglesia. Y
una voladura de oleoducto en Machuca por el Eln incineró en un infierno
a 73 personas. Las Farc se tomaron a la brava 417 poblaciones. El
sabotaje a la infraestructura vial, eléctrica y petrolera ha sido
práctica consuetudinaria de la insurgencia. Entre 1988 y 2012 hubo 95
atentados terroristas, 75 de ellos perpetrados por esas guerrillas.
Crímenes
infames que han renacido, como renace a cada paso la hipocresía
inmarcesible de los amigos de la guerra que ahora proponen, jubilosos,
suspender el proceso de paz. ¿Para reanudarlo dentro de otros 200.000
muertos? ¿Siguen ellos echándole tierra a su obscena glorificación de
un general por encubrir o ayudar a paramilitares que masacraban
campesinos en Urabá y jugaban fútbol con la cabeza de sus víctimas?
Tarea
primera de la ronda de conversaciones que se inicia mañana, conjurar
esta insania de homicidio y terror. Fijar plazos para precisar términos
de justicia transicional, para dejar las armas, para dar garantía de
supervivencia física y política a los reinsertados. Para cesar fuegos. Y
para echar a andar la comisión de la verdad, donde todos los agentes
del horror deberán encarar crímenes como los enunciados aquí. Ya cuenta
la comisión con abundante caudal de información en nuestra
historiografía reciente. Empezando por el sesudo informe del CMH, Basta
Ya. Si las Farc ponen de nuevo a la población civil como blanco de su
violencia, robustecerán al más implacable contradictor político de esta
guerrilla una vez convertida en partido legal: el propio pueblo.
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