Uno de los debates políticos más intensos que recuerde el
país se vivió este año en el Senado, alrededor de los supuestos vínculos
del expresidente Álvaro Uribe con grupos paramilitares.
Desde que se iniciaron las sesiones del Congreso, el senador Iván
Cepeda había solicitado adelantar este debate de control político en la
plenaria del Senado. Desde ese mismo día, también, el Centro Democrático
movió cielo y tierra para evitar que se realizara, y lo logró
parcialmente.
El debate se aplazó casi dos meses y no tuvo lugar en la plenaria,
sino en la Comisión Segunda. Ese 17 de septiembre la expectativa entre
la opinión pública, sin embargo, semejaba a la previa de uno de los
recientes partidos de la selección en el Mundial. Desde las 10 de la
mañana, hora a la que fue citado, se interrumpió la programación de
canales y emisoras. Muchos otros compartían en las redes sociales el
link de las transmisiones online.
La primera sorpresa que nos llevamos es que antes de comenzar el
debate, su principal protagonista se salió del recinto y amenazó con
presentar una denuncia en contra del citante ante la Corte Suprema. Así
que mientras Cepeda exponía su tesis sobre la inocultable relación de
Uribe con el paramilitarismo, y los funcionarios del Gobierno hacían un
lánguido relato de la política pública para enfrentar este fenómeno, las
cámaras de la televisión perseguían al expresidente en su deshonrosa
huida por los pasillos del Congreso y los alrededores de la Plaza de
Bolívar. Del Uribe que se ufanaba de ser frentero, no quedaba sino el
recuerdo.
El senador y expresidente sólo volvió a su curul hacia el mediodía.
No para escuchar o para responder a Cepeda, sino para iniciar un
soliloquio donde la estrategia era usar mucho del barro que tiene encima
para echárselo a los demás y, por contraste, tratar de evadir sus
responsabilidades políticas e históricas.
La Alianza Verde acompañó desde siempre la iniciativa del senador
Cepeda, porque para nosotros es inconcebible que en el escenario mayor
de la democracia se evada el debate sobre asuntos públicos tan críticos
como la infiltración de grupos armados (paramilitares, guerrillas o
mafias) en la institucionalidad. Sentar el precedente de que por
conveniencia personal de un senador no se realiza un debate de control
político, sería nefasto para este Congreso, que apenas empezaba sus
funciones.
La intervención de Uribe tuvo transmisión en horario estelar, pero la
verdad es que oscureció más de lo que aclaró. Acusó al presidente de la
Comisión Segunda, Jimmy Chamorro, de recibir dineros de la mafia. A
Cepeda, sin pruebas, de estar aliado con las Farc. A los testigos en su
contra que no han muerto misteriosamente, de estar locos o complotados
con el “castrochavismo”. A Santos de estar detrás de una persecución en
su contra.
A las acusaciones puntuales y documentadas de Cepeda sobre la
concesión de licencias a aviones de narcos cuando fue director de la
Aerocivil, su respaldo al referendo para prohibir la extradición, la
legalización de Convivir que estaban integradas por paramilitares, el
respaldo de las Auc a su campaña en 2002 y los cuestionamientos a
acciones de su gobierno que los beneficiaron, no respondió una sola
palabra.
Esas preguntas no las tiene sólo Cepeda. Muchos colombianos dudan con
razón de la legitimidad de las acciones de Uribe a lo largo de su
carrera política y reclaman que se aclare hasta dónde llegaron sus
vínculos con el fenómeno paramilitar. Nadie, empezando por mí, desconoce
que Uribe fue parte de la solución que nos llevará a la paz con las
Farc. Pero nadie, razonablemente, puede desconocer ni negar sus vínculos
con el narcoparamilitarismo.
Se ratificó así que no es el Senado el escenario para saldar estas
cuentas históricas. La evidencia judicial presentada por Cepeda reposa
hace años en los anaqueles de la justicia sin que suceda nada. La guerra
y su polarización que todo lo justifica, la intimidación y corrupción
le han garantizado impunidad.
El uribismo ha convertido en su frase de batalla contra el proceso en
La Habana que no acepta una paz sin impunidad. Nosotros tampoco. Por
eso, ni la aspiración de Timochenko, de ser recibido como un héroe
mientras que Uribe es llevado en grilletes a la Corte Penal
Internacional, ni la del Centro Democrático, de que las Farc se pudran
en la cárcel mientras Uribe funge de héroe y goza de impunidad le sirven
a la paz y son inviables.
Como lo dijimos durante nuestra campaña, no habrá paz sostenible sin
un marco de justicia transicional para todos los actores del conflicto
que juzgue con el mismo estándar todos los delitos cometidos en esta
guerra fratricida. Establecer ese marco es el desafío de este Congreso,
si de verdad quiere ganarse el ribete de ser el de la paz.
Si de verdad queremos paz, queremos reconciliación, no sólo tenemos
que desmovilizar a las guerrillas y someterlas a un proceso de justicia
transicional. También tenemos que recoger los cabos sueltos del
narcoparamilitarismo y sus puntales económicos y políticos, y de
aquellos miembros de la Fuerza Pública que violaron la ley para
someterlos a un mismo marco que garantice justicia para las víctimas.
Y sobre todo tenemos que cumplirles a los 15 millones de colombianos
abandonados en las regiones. Reemplazar a los ilegales e
institucionalizar con democracia y economías incluyentes las regiones es
el verdadero pacto de paz. Y eso no vendrá del acuerdo de La Habana,
sino de las urnas en Colombia.
Xtian
@UnCaricaturista
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